A Edgardo Días
La celda de colores
A los amigos y compañeros muertos o desaparecidos. A los jóvenes que descubrieron que vivir es luchar por ideales.
Cárcel de encausados de Rosario, noviembre de 1972.
Según los presos, “La Redonda” por la forma que tiene la unión de los pabellones en el centro de la manzana, una espacie de “hall” donde se intercalan pedazos de muro con rejas. La “U-2”, según los gendarmes que nos custodiaban, seguramente por decisión de algún burócrata.
En nuestro pabellón había cincuenta calabozos y veintidós presos políticos ubicados celda por medio para incomunicarnos. Nunca lo lograron.
A mi izquierda estaba el “desaparecido” maestro Lezcano quien nos daba clases de integridad moral y espíritu de lucha con su postura, con su mirada, con sus gestos, con su fuerza. A mi derecha Rubén Naranjo, el ex rector de Bellas Artes, mi profesor de arquitectura, el de la imaginación infinita.
En otros calabozos recuerdo a los hermanos Michelli quienes siguen trabajando en la defensa de los Derechos Humanos, al sindicalista Ares, al comandante guerrillero Leonel Mac Donald quien calló en el último de los combates en el monte tucumano, el cura Santiago Mc Guire, a Nestor Pot, a "Chacho" Demaría, al "Tana” Bonantini y algunos menores de edad de las juventudes estudiantiles como el Gordo Oviedo.
Una tarde de calor agobiante y por una de la tantas órdenes ridículas del general Sanchez, nos cerraron a todos las miserables ventanillas de las pesadas puertas metálicas de nuestros calabozos. Rectángulos por donde recibíamos los guisos de cabezas de pollo con picos y plumas incluidos o los verdosos bifes de hígado tan duros como una suela, pero por donde también asomábamos nuestras cabezas, nuestras sonrisas.
Entonces escuchamos el grito: -“¡¡¡Eureka!!!”…seguido de una sonora carcajada desde la celda de Rubén, despertando la curiosidad de todos y logrando que esa bochornosa tarde se nos hiciera más breve.
Con el cambio de guardia y durante la ronda de control nos fueron destrabando las ventanillas. Se abrieron todas menos la de Naranjo.
Mi cabeza giró a la izquierda y como todas las tardes estaban los gorriones del maestro Lezcano recibiendo su diaria ración de migajas de pan que él había reunido durante el día. Pero a la derecha seguía cerrado y en silencio. Mi curiosidad explotó y con la excusa de ir al baño llamé al guardia. Al frente de ésta estaba el Alférez de Gendarmería Sosa, el más tolerante, así que me permití contarle lo que había oído y fuimos juntos a la celda 24.
El gendarme golpeo con suavidad y con suavidad se abrió la ventanilla, sólo unos centímetros por donde salió la voz del profe: -“espíen, muchachos, miren… está dedicado a los que creen en la oscuridad”. Entonces entramos y nos sorprendimos al ver las paredes de la celda pintadas con luces de colores, repletas de arco iris. Contra la puerta, sobre cada agujero e interrumpiendo cada rayito de sol, había prismas prolijamente construidos con celofanes de cigarrillos llenos de agua.
¡Qué ironía!. Nos dimos el placer de encerrarnos junto a él, un ratito a disfrutar su imponente obra de arte y sin darnos cuenta estábamos jugando a atrapar colores con nuestras manos, con la misma fuerza que las astas de nuestras banderas, que todavía flamean.
RAÚL CERLIANI
Noviembre de 1999